“—No —dijo Leonora y los dos se giraron a mirarla—. Ninguno de ustedes ha acertado: Rufus piensa que él no es lo suficientemente bueno para mí”.
Otro país, James Baldwin, p. 86 (Tres puntos ediciones)
Creo que lo primero que habría que decir de Otro país es que es una gran novela. Y entonces, para hablar de ella, deberíamos decir primero qué es una “gran novela”. Solemos llamar así a un texto literario, narrativo, de un cierto tamaño, con una determinada propuesta de estilo, una trama o una no-trama compleja, sofisticada, unos personajes densos y memorables o tan abstractos y simbólicos como un signo. En definitiva, una novela, más que ancha, profunda.
“Gran novela” es, entonces, una novela dispuesta a enfrentar un problema, lanzada al abordaje de un gran tema, y que tiene la pretensión de agotarlo, de fatigarlo hasta dejarlo, no resuelto, pero sí deshecho o molido a palos, asumiendo (el que escribe, pero también quien se atreva a leerla) el inconveniente que todo el que ha participado en una pelea conoce: que en una pelea seria, ganes o pierdas, tú también sales molido a palos.
Es en ese sentido que al decir “gran novela” vienen rápidamente a nuestra cabeza Ana Karenina o La montaña mágica, grandes monstruos literarios, océanos de más de mil páginas. Pero también aparecen El gran Gatsby, que apenas supera las cien páginas, o incluso La Metamorfósis, que ni las alcanza. Podríamos decir que es indiscutible la inmensidad de El extranjero.
En la tradición estadounidense lo tienen más claro, y de hecho es allí donde nace la etiqueta: the Great American Novel. Así la bautizó John William de Forest, en un ensayo de 1868, bajo la idea de que no se puede construir una gran nación sin una gran novela. Bajo las siglas G. A. N. aparece en las cartas de Henry James hacia 1880 y se fija como una aspiración obsesiva, un monstruo mitológico que a lo largo de los tiempos ha pretendido cazar todo narrador estadounidense con pretensiones.
Rodrigo Fresán, que es el que más y mejor ha pensado este tema, al menos en el mundo hispano, explica allí donde le convocan estos orígenes y concepción de la famosa etiqueta, y propone cuatro obras fundadoras, que además delimitan cuatro vías, cuatro raíles, por los que discurre toda la posterior literatura norteamericana. Dice Fresán: Moby Dick, de Herman Melville (la novela totémica-simbolista total al modo Shakespeare o la Biblia); La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne (narración de rencillas, envidias, odios y muertes, el pueblo chico y moralista que es EEUU; Huckleberry Finn, de Mark Twain (road-movie literaria, el narrador de fuerte oralidad que quiere ganarse tu confianza todo el rato y te lleva como de la mano y parece que te vas a meter en problemas en cualquier momento); y Retrato de una dama, de Henry James (obra magna del creador de las siglas, que funda el gesto del americano fuera de América y fija una cumbre del great style en inglés).
Y después están Faulkner como Melville, Fitzgerald como Hawthorne, Hemingway como Twain (ya dijo el propio Ernest que todo venía de Twain), y Woolfe como James (o quizá Dos Passos, o, en mi opinión, Henry Miller, que es el gran americano europeizado del siglo XX).
Y luego llega Vladimir Nabokov, que es el mejor y todo a la vez (símbolo, moral, voz-roadmovie, y muy (no)americano con un great style a la James) y el más indiscutiblemente Great American Writer , siendo ruso y durante la Guerra Fría, pero es que ninguna obra como Lolita (the G. A. N.) percibe el horror secreto que el EEUU del chalet con piscina, familia feliz, electrodomésticos del hogar última generación y permanente perfecta guardaba bajo la alfombra mugrienta de un motel de carretera (símbolo totémico de aquella nación desde entonces y para siempre).
Él, me refiero a Fresán, dice que esto acaba con los posmodernos (años 70’, Pynchon, Roth, DeLillo, etc.) donde todo se atomiza y se disuelve y resulta más difícil categorizar. Quizá lo que confunde es el presente y que es muy difícil pensar épocas, libros y autores que aún no ha cribado el paso del tiempo.
En todo caso, Otro país ocupa un lugar claro en esta genealogía, y hasta se podría decir de ella, como de Lolita, que recoge los cuatro grandes gestos.
Es heredera directa de Hawthorne, con las morales de pueblo chico y el problema de la culpa, el cotilleo y el odio. Tiene algo de europea también en su visión de EEUU pensada desde afuera, aunque se narre adentro (la trama se desarrolla básicamente en Nueva York, pero está el personaje, Eric, llegando de París, aunque es neoyorkino también, para ver lo propio con ojos ajenos). Contiene, sin duda, ciertos pasajes de fuerte simbolismo bíblico a la Melville con el lenguaje de predicador baptista tan habitual en Baldwin. Y hasta podríamos decir que hay una voz fuerte tipo Twain (aunque más que querer convencernos intenta todo el rato disculparse) y está, evidentemente, más que nunca, el tema racial.
“—Ella quiere tanto a los tipos de color —dijo Rufus— que a veces no puedo soportarlo”.
Otro país, James Baldwin, p. 99 (Tres puntos ediciones)
No obstante, quizá lo más interesante de Otro país, no son sus coincidencias o paridades con la gran tradición estadounidense, sino su originalidad, el concepto que inyecta en el imaginario estadounidense: la otredad.
Y esto tiene especial impacto e interés en un país que, según su mito de origen, nace de la nada, de la pura fuerza de la voluntad y la más ilustrada racionalidad, amparada por la santa iglesia y el Dios verdadero. Un país sin historia, que voluntariamente rechaza tener historia. La utopía realizada del hombre nuevo en la tierra virgen.
Así es difícil concebir la idea de lo otro, lo diverso, lo múltiple en contraposición a “lo natural”, lo “bueno”. Es difícil trabajar sobre la idea de que las cosas podrían ser de otra manera y de que existen otras realidades vitales válidas, otras posibles narratividades del país y del mundo, otras morales posibles, cuando el planteamiento parte de la convicción de que esta es la tierra de la verdad y la libertad. Esta y ninguna otra, además.
En este sentido, Baldwin es un teórico social y a la vez un activista. Está profundamente implicado y preocupado por la problemática real de su colectivo, en este caso el afroamericano, y la violencia institucional, social y moral contra ellos, pero al tiempo es un pragmático, no tiene preocupaciones elementales por el origen o la naturaleza del conflicto. No pretende responder a la pregunta por el origen del odio o la pureza. No pretende dar la batalla sobre quién es verdaderamente estadounidense (teniendo en cuenta que los supremacistas blancos que se autoproclaman “americanos puros” fueron invasores extranjeros y genocidas de los pueblos originarios tan solo dos siglos antes), ni quién alberga el demonio en su interior (sabiendo que la violencia intragrupo, el odio y el desprecio a la otredad dentro de su propia comunidad afroamericana está también fuertemente extendido y arraigado). No naturaliza nada, esa parte le da igual, para él es un verdadero problema político, es decir, de decisiones.
Somos los que somos, y esto es lo que hay, todos americanos, todos violentos, todos buenos, todos malos, ¿ahora qué hacemos?
Así es como James Baldwin es capaz de pensar la otredad adentro de su propio país, no hay imaginario ni moral ideal, no sirve la dicotomía blancos y negros, malos y buenos, ni la buenista y legítima pretensión de llegar a una convivencia armónica y pacífica. Coge en su novela el conflicto racial estadounidense como una verdadera herramienta hermenéutica que le permite imaginar su país, su mundo, el mundo, de otra forma, otro mundo, otro país.
Y es que, si lo pensamos, quizá esos años 50’-60’ es el momento en que este país despierta a su pesadilla, descubre todo lo que había quedado fuera de esa postal perfecta de casa con jardín, piscina, Cadillac en la puerta y la cocina bien equipada de electrodomésticos última generación. El mundo aparentemente perfecto y silenciosamente terrible a la Mad Men podríamos decir.
De forma que Nabokov no está solo, como plantea Fresán, sino que podemos construir otra cuadriga perfecta, que repercuten, si queremos, las estéticas planteadas anteriormente, pero que tienen en común este gesto original y que marca una ruptura definitiva, y en un punto marca una edad dorada de la literatura estadounidense.
Podríamos decir Sylvia Plath como la simbolista total, a la Melville, pero huyendo del yo en vez de obsesionada de alcanzarlo; James Baldwin, como el narrador de la culpa, envidia, la moral y el pueblo chico, como Hawthorne, pero reventando cualquier tipo de código moral; Vladimir Nabokov, ya lo hemos dicho, que podría encajar en todas pero que lo más evidente es que es otro americano en fuga y gran estilista, como James, solo que Nabokov llegando a América en vez de yéndose; y, quizá el más radical y violento opositor del país y avanderado de otro país, el que fuera, pero siempre América, Truman Capote, como un Mark Twain que recorre el territorio negándolo la mayor, aunque también tiene algo del Fitzgerald de las fiestas de la alta sociedad, aunque Capote es un punkie que viene a prender fuego al mantel y llamar falsos y estúpidos y despreciables a la cara a cada uno de los invitados.
Una mujer, un afroamericano, un ruso y un queer, siendo todos mucho más que eso, pero viniendo a plantar una bandera o reventar el supuesto molde perfecto USA. Donde se había pretendido definir un arquetipo representativo de la totalidad llegan elles a golpear con sus otredades y una literatura poderosa y persuasiva como solo puede serlo la gran literatura, de gran tema y gran frase.
Baldwin concretamente en Otro país, pero también como líder en la lucha por los derechos civiles, da la batalla adentro de América para pensar otra América, desde la realidad racial y racializada y suburbial y marginada, tan violenta y tan pura como cualquier América, porque existe, ya existía, ha existido siempre y siempre existirá. Siempre hay otra historia no contada aún.
“—Cuando seas más viejo te darás cuenta, creo, de que todos tenemos nuestros crímenes. La cosa es no mentir al respecto… Intenta entender lo que has hecho y por qué lo has hecho [...] De esa manera, puedes empezar a perdonarte. Eso es muy importante. Si no te perdonas, nunca serás capaz de perdonar a nadie más, y seguirás cometiendo los mismos crímenes para siempre”.
Otro país, James Baldwin, p. 112 (Tres puntos ediciones)
¿Qué le pasa entonces a Otro país? ¿Cómo ha estado hasta hoy, sesenta años, sin editarse completa en este país, si lo tiene todo?
Otro país es incómoda.
No arregla nada y (peor) señala problemas donde ya no los queríamos o queríamos creerlos resueltos o queríamos que nadie se acordara de ellos, porque si todo es un problema es muy difícil dictaminar buenos y malos.
Otro país piensa una cosa: el otro es igual que yo (sea el otro el negro, el blanco, el lgtbi, el hetero-cis, el rico, el pobre, o la frutera del barrio, o el magnate de Wall Street). Y en Otro país ser igual al de al lado no tiene nada de bueno, más bien significa que nadie se salva, pero al menos no hay superiores morales. Por eso Otro país es una novela difícil de digerir, tanto para ciertos sectores reaccionarios en auge como para determinada política de la moral bienpensante que no deja ningún espacio al debate, la diferencia o la duda.
Podemos pensar que el gran problema del presente es el ansia desesperada por una moral fija, como la moral de los antiguos, de un Dios verdadero, fuera el que fuese en cada región, imposible para un mundo que ha descubierto al otro y que en su otredad hay una otra verdad.
Es decir, que deseamos el consuelo y la calma de aquel/aquellos Dios verdadero, pero somos incapaces de creer pues el desengaño es absoluto. Es decir, soñamos con encontrar una respuesta sobre “qué es el bien”, pero no nos podemos permitir creer que nuestros valores culturales son superiores o mejores a los de los demás.
Para saciar esta sed de verdades construimos ideologías afirmativas donde había luchas revolucionarias. Igual que la religión nació como misterio y humildad para convertirse después en una iglesia proveedora de respuestas unívocas y rígidos sistemas de castigo, las corrientes emancipatorias que vinieron a romper códigos morales inquisitivos en el siglo XIX y XX, pierden toda su fuerza transformadora y emancipadora convirtiéndose en sistemas de prescripción moral que dictaminan lo posible y lo intolerable como píldoras de virtud y bulas de salvación a finales del XX y sobre todo el XXI.
Por un tiempo nos alivia creer saber lo que debemos hacer, lo que está bien y está mal. Parece, sin embargo, que ha comenzado ya un nuevo desencanto con estas teologías posmodernas de lo políticamente correcto. El peligro es que lo que queda al otro lado, el neofascismo capitalista, es aún peor. Baldwin molería a palos a ambos bandos, sin equidistancias, porque no lo son, pero liquidando toda forma de moralina.
Por eso hay reediciones, rescates heroicos de clásicos olvidados, apuestas arriesgadas de pequeñas editoriales salvajes y valientes, como es el caso de Tres Puntos Ediciones, y su publicación de Otro país (por primera vez publicada íntegramente en España), que tienen una relevancia para el panorama social, cultural y político, mucho mayor que la última ocurrencia del intelectual francés de moda. Y si no sabemos atender estos terremotos menores, microsismos de profundo calado, igual no hemos entendido nada.
Por eso Otro país es una novela fundamental para pensar el siglo XXI y su problema moral, sea cual sea la realidad personal, sexual, racial, nacional del lector, para reflexionar sobre nuestro gran tema: la imposibilidad de una Verdad en el mundo de la diversidad, lo cual nos obliga a reflexionar y trabajar más aún sobre el problema de lo moral, la tolerancia y la diferencia.
Baldwin, negro, homosexual y amigo de tres líderes activistas por los derechos civiles asesinados, decide afrontar el problema de la violencia racial sin articular diferencias cualitativas entre los “unos” y los “otros”, entre “buenos” y “malos”. Y haciendo eso construye una de las grandes novelas sobre la diferencia y la violencia, temas universales y eternos. Algo así como un ensayo narrativo sobre el aforismo nietzscheano: “el otro del otro soy yo”.
Ha muerto la verdad, queda la violencia, ¿ahora qué hacemos?
Pensar, imaginar, construir otro país.
Jorge Burón