El criado llega aterrorizado a casa de su amo.
-Señor -dice- he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.
El amo le da un caballo y dinero, y le dice:
-Huye a Samarra.
El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra a la Muerte en el mercado.
-Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.
-No era de amenaza -responde la Muerte- sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.
“La muerte en Samarra”, Gabriel García Márquez
Sobre la libertad
Es evidente que no tenemos un ápice de libertad, ni tan siquiera en el gesto más nimio.
Si intento poner esto a prueba, mi voluntad, mi libre arbitrio, decidiendo si coger o no coger la botella de agua frente a mí, descubriré al instante la cárcel del destino que habito.
Existe una tablilla secreta con lengua ilegible donde dice ya si la voy a coger o no la voy a coger. Al ser ilegible, y al ser secreta, me resulta imposible no hacer lo que está escrito. Si la conociera, ya estaría escrito que la fuera a conocer y lo que haría después. Por mucho que dude o reflexione, por mucho que me esfuerce es imposible que no haga, finalmente, lo que finalmente ya iba a hacer. Coja la botella o la deje en la mesa, me es imposible hacer lo contrario de lo que hago, que corrobora en este acto aquel destino escrito ilegible.
Que no lo conozcamos es lo que lo hace inevitable, como a Edipo, como al campesino de Rumi, que huyendo del destino que cree conocer, lo cumple.
Solo haremos lo que íbamos a hacer al hacerlo.
La pecera
El sujeto en el capitalismo vive la paradoja del pez en la pecera. Ve transparente y cristalino el mundo exterior. Al poder verlo transparente y cristalino se forma, razonablemente, la ilusión de que podrá alcanzarlo. Al encaminarse hacia ese mundo exterior fracasa irremediablemente una y otra vez, chocando con un muro invisible. A ese muro invisible se le llama fracaso, debilidad o pecado, cuando no es otra cosa que un muro invisible, una cárcel de cristal, la pecera.
La falacia del “ellos”
La falacia del “ellos” configura un grupúsculo conspiranoico invisible al que podemos achacar todos los males que padecemos, pues el peso de la culpa es insoportable para el sujeto posmoderno sin redención divina posible. Ciertamente es un alivio poder escapar de la culpa, aceptar los males sin penitencia, sufrir sin pecado, aceptar nuestro dolor sin fustigarnos, pero, si es que triunfamos en quitarnos esta carga, lo que no podemos soportar es que no la cargue nadie, que ocurra el mal sin malos, que no podamos asignar la culpa. Necesitamos personificar nuestro sufrimiento, necesitamos un “ellos”.
El capitalismo patriarcal disuelto en esta nuestra sociedad líquida es la forma perfecta de consuelo a través de ese “ellos” etéreo.
La tercera persona del plural es la más empleada en la identificación de los males del presente, como si la supraestructura socioeconómica producto del complejo devenir antropológico de siglos y siglos se concretara en una decena de señoros gordos magnates conspirando o tres bolleras desarrapadas sin depilar. Así, en el castellano actual, desde el vagón de metro hasta el Congreso de los Diputados, en una dirección u otra y la de más allá, se formulan quejas y denuncias con un “ellos” que nunca se enuncia, que queda omitido, intangible, pues no existe, tan solo es otra forma teológica, otro dios griego caprichoso y sádico, al que achacarle el destino sufriente, en el que aliviar la carga de la culpa, con el que sentir consuelo creyendo en el mal y señalándolo: son “ellos”, dueños de su destino que tomaron la botella y también las nuestras, impidiéndonos decidir; no es que no haya libertad, es que nos la han robado (S. O.: “Ellos”).
Y de hecho alivia. No podemos aceptar el mal sin malos, sin un “ellos”, el que sea.
*
Dentro de la pecera no vemos nuestro cristal, nuestro muro transparente, pero tampoco el de los otros, el de “ellos”. Así, aparentemente, “ellos” están fuera y nosotros encerrados en la cárcel invisible. “Ellos” nos aparecen libres y así culpables de nuestro encierro. Si no vemos nuestra pecera, la que nos daña, ¿cómo podríamos ver y comprender y perdonar la suya, la de “ellos”?
Jorge Burón